Con mis propios ojos:
Caminamos durante una hora y media siguiendo las marcas naranjas del camino por el risco de la montaña. Se nota que hace tiempo que nadie pasa por aquí, hay que esquivar algún que otro árbol caído y apartar algún que otro matorral, nada de otro mundo.
A la derecha un bosque plagado de Horopito, arranco una hoja y comienzo a mascar, además de producir saliva tiene propiedades antisépticas y pica un poquito, ¡Por algo lo llaman el árbol de la pimienta!. A la derecha una caída de unos cuarenta metros marcada por una cascada que se abre paso entre los helechos.
Comienza el ascenso y la nieve marca el camino hacia la cumbre, Taranaki brilla con todo su esplendor blanco. El camino se estrecha y el grado de exposición aumenta, teniendo que hacer uso de las manos, atrás queda el bosque, caminamos por encima de la línea de árboles, por encima de la nubes.
Tomamos un descanso y admiramos las vistas antes de atacar la montaña: El día es tan claro que nos permite ver más allá del parque nacional. Dirección sur-oeste podemos ver el Mar de Tasmania y lo que parece la isla de Mana, Agudizando un poco la vista puedes casi divisar la cadena montañosa de la Isla Sur. No apto para los que padecen del mal de alturas...
Se acabo la tontería, máxima concentración, a partir de ahora hay que andar con pies de plomo.
Un manto blanco bajo nuestros pies y el único indicador es una estaca de madera que asoma unos 40cm de la nieve. No hay árboles, no hay marcas, no hay camino, estamos en la cara sur del volcán.
No han pasado ni cinco minutos y ya estamos con la nieve por encima de los tobillos. Agarrados a la pared de roca ígnea como dos garrapatas a un perro sarnoso nos vamos abriendo camino por un desierto blanco.
Primero un paso, aseguras y luego otro, vuelves a asegurar clavando la punta de la bota, luego la rodilla, inclinas el peso hacia delante y clavas el puño en la nieve para estabilizar el peso de cuerpo y vuelta a empezar. Así repetidas e innumerables veces hasta cruzar el desfiladero.
A lo lejos otra estaca asoma en lontananza, nuestra única referencia, nuestro “As de Guía”. Caminamos con paso firme y constante pero en la nieve todo es diferente, las horas pasan volando aunque tienes la sensación de que estás congelado en el tiempo y apenas notas que avanzas. La nieve ya cubre por las rodillas.
Descendemos a un valle con la esperanza de que al otro lado el camino se dirija al bosque. Nada que hacer, a un valle le sigue otro, y otro y otro, y otro...
El día de descanso nos permite seguir con fuerza y no perder la esperanza, caminamos con paso firme pero la inclinación del terreno se agudiza y la caída parece no tener fin.
El sol derrite la nieve convirtiéndola en polvo y cada muro que escalas requiere un esfuerzo terrible. Es como subir por una escalera que se desintegra a tu pies impidiéndote avanzar. Aún así sacas fuerzas de flaqueza y consigues llegar a lo más alto, pero de nada sirve porque ante ti tienes un nuevo valle que descender, un muro de hielo que atravesar, unas rocas que escalar...
La adrenalina impide que el frío haga mella y aunque el ritmo decelera continuas caminando con paso firme aunque cansado. La capacidad de adaptación de la mente humana parece no tener límites y la voluntad dirige tu cuerpo de manera inconsciente, casi onírica.
Un punto rojo sobre un lienzo blanco me despierta del letargo. Un rastro carmesí muestra el camino. Me sangran las manos y el frío impide que coagule la sangre. La fricción hace que la nieve abrase la piel pero el dolor no se hace latente gracias a la anestesia del frío, curiosa paradoja.
Sigues clavando los puños en la nieve, desenterrando matorrales de tussok con el fin de encontrar un punto de apoyo más allá del hielo. El sendero parece no acabar nunca, escalamos un muro de piedra con la vista siempre fija en la cumbre, nunca mirando a tus pies. Mejor no ver la caída. Mejor no pensar en las consecuencias de un resbalón. Mejor no pensar en nada más que en el siguiente paso. En tu cabeza abrazas una sola idea: “Lo voy a conseguir, lo voy a conseguir”.
El sol parece que se esconde y en cuestión de minutos el hielo se pone tan duro como la roca que cubre. Ahora si que estamos exhaustos y cada vez es más difícil clavar las uñas en el hielo. Carlos va delante, a unos 15m por encima mío. Me agarro al único punto de apoyo del muro de hielo, respiro hondo y me decido a dar el próximo paso pero un grito de alarma congela mi cuerpo por primera vez en la montaña: “!Estoy vendido!”
Encaramado a una roca en lo alto del pico, Carlos se agarra a un cascarón de hielo sin poder avanzar ni retroceder. Se acabó.
Con sumo cuidado consigo quitarme la mochila y saco el teléfono, no hay cobertura. Marco el 111 y una voz femenina responde al otro lado de la línea. Le cuento la situación y directamente me pasan con la policía, se llama Mat. Vuelvo a contar la misma historia, les doy la posición exacta en la que estamos y le pido que envíe un helicóptero de rescate.
Me pongo en contacto directo con el piloto, me pide datos sobre nuestro estado y condición física. Le explico que la situación se torna insostenible, que no hay signos de hipotermia y que nos mantenemos conscientes pero que no hay forma de descender la pared de hielo para cavar un agujero en el suelo y ponernos a cubierto.
Por lo visto tienen otro rescate al otro lado del volcán, en las pistas de esquí una niña se ha roto un tobillo y van a por ella. Les llamo y les digo que no puede ser, que tienen que venir a por nosotros primero, que Carlos está muy expuesto y no sabe cuanto va a poder aguantar, que lleva un jersey rojo y que es a él al que tienen que sacar primero.
A grito pelao le cuento a Carlos las desalentadoras noticias y se las toma como desesperada resignación. Yo le digo que aguante como sea, que no queda otra.
Un minuto más tarde suena el teléfono; Vienen a por nosotros primero. ¡Aguanta que ya vienen, están en camino!
Desde la primera llamada de socorro ha pasado más de una hora y el sol hace tiempo que se despidió de Taranaki.
Un zumbido de esperanza inunda el aire, es el helicóptero de rescate. Con una mano fusionada al hielo y la otra agitando el aire que nos rodea hago lo posible por señalizar nuestra posición, pero parece ser que no nos ven, pasan unos 150m por debajo nuestro, estamos demasiado altos y se han pasado de largo.
Me llaman al teléfono y les indico nuestra posición, ¡Poneros mirando a la montaña y vuestras 03:00 a unos 100m por encima vuestro!
Ahora sí.
No hay manera de aterrizar a si que en el helicóptero Rob prepara su arnés. El ruido es ensordecedor pero en mis oídos suena una melodía de esperanza.
Llegan a Carlos que se agarra al hielo como una fiera a su presa. Parece que va a salir volando envuelto en una nube de agua-nieve de la ventolera que levantan las hélices. Acto seguido Rob desciende por la cuerda, clava un piolet en la nieve para que Carlos se agarre mientras le colocan el arnés y en poco más de dos minutos mi amigo surca los aires enganchado a un helicóptero por un cordón umbilical a más de 1500m de altura.
Se despide de mí con un gesto que no se si es una sonrisa o una mueca producto de la congelación de los músculos. Respiro aliviado. Ahora me toca a mí.
Depositan a Carlos en la única superficie horizontal del terreno y vienen en mi busca.
Unos metros por encima mío Rob desciende y me hace desabrocharme los cinturones de la mochila mientras me pone el arnés. La nieve está durísima y no encuentra donde agarrarse, se resbala pero retoma la posición. Yo mantengo las manos en alto para facilitarle el trabajo, parezco un caco al que le acaban de pillar infraganti.
Una vez asegurados los dos, Rob hace señales para que el piloto alce el vuelo. Parece que no ha entendido bien los comandos y comienza a retroceder ladera arriba mientras Rob se ve arrastrado contra el muro de hielo. Se anula la acción y vuelta a empezar. Recuperamos la verticalidad y de pronto comienzo a notar como la cuerda se tensa y de pronto estamos suspendidos en el aire. ¡Estoy volando!
A mi espalda Taranaki observa mi vuelo con gesto impasible, a lo lejos veo la cumbre del Tongariro hermana gemela y a mis pies un punto negro que poco a poco se acerca; es Carlos tumbado en la nieve.
Mientras me desatan Carlos y Yo cruzamos una mirada de complicidad, las palabras sobran.
Ya en helicóptero disfrutamos de una vistas privilegiadas: Vemos los huellas dejadas por los ríos de lava hace miles de años, las cubres nevadas, los bosques, las colinas y los torrentes de agua, el mar de nubes, el océano.
Llegamos al parking donde tenemos el coche y en un alarde de espectacularidad me sueltan del helicóptero con las dos mochilas mientras la gente mira atónita. Se llevan a Carlos al hospital, medidas rutinarias.
Tumbado en el suelo con la melena al aire a lo John Rambo me despido con un gesto de Carlos. Al otro lado del cristal él me da la réplica poniendo cara de “Pues nada, a ver que pasa...”.
Carlos a lomos de una libélula de metal se pierde en el horizonte mientras un grupo de gente me hace un corrillo. Me doy cuenta de que estoy temblando del frío.
Me tomo un café para entrar en calor y zumbando me voy al hospital.
Para cuando llego a urgencias la noche ya ha hecho acto de presencia. Me dirijo al mostrador y pregunto por el helicóptero. Una voz femenina me dice en tono suave: “You must be looking for Carlos, he´s at the Rescue Center”.
Rodeado de ambulancias, en una pequeña caseta, me encuentro a Carlos con los pies en alto cubiertos con una toalla mientras conversa airadamente con un grupo de enfermeras mientras disfruta de un chocolate caliente. Solo le falta decirme “ Pasa, siéntate y tómate algo...”.
Le doy las gracias a Rob “el rescatador”y a Matt el policía que me llama para comprobar que todo ha ido bien.
Aprovecho para limpiarme las heridas y la sangre seca en el baño y me uno a la conversación con una taza caliente entre mis “ahora sí” doloridas manos.
En torno a una mesa rodeada de uniformes rojos compartiendo una chocolate caliente, me doy cuenta de que estamos sanos y salvos, la aventura por fin ha acabado.
Fotos: ¿¿¿Track 1-4???, Ascenso, Rob el Rescatador, Helicóptero 1-5, Muro de Hielo.

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